martes, 30 de diciembre de 2008

Hierbas felinas


La nepeta cataria es una hierba de la familia de las Labiadas, con tallos velludos y que puede alcanzar los 60 centímetros de altura. Posee flores de color blanco o amarillento con manchas púrpura y desprende un aroma similar al de la menta. Crece con frecuencia en zonas montañosas de Europa y América del Norte, cerca de corrientes de agua.

Esta planta se conoce por varios nombres populares como la nébeda, hierba gatera, menta gatuna o albahaca de gatos, y su origen etimológico está en la atracción irresistible que sienten estos animales hacia esta hierba. Esto sucede porque la nébeda desprende una sustancia llamada nepetalactona, que estimula sus receptores olfativos sexuales ya que se asemeja a una feromona presente en la orina de las gatas. Por este motivo esta planta atrae más a los machos que a las hembras o que a los machos castrados.

Los aceites aromáticos de esta hierba hacen que los gatos se comporten de una manera extraña e impredecible cuando éstos se frotan con sus hojas o se comen sus flores. Al principio juegan, aunque a medida que pasa el tiempo los efectos de la planta hacen que los gatos entren en un estado de éxtasis y rueden sobre sí mismos, echen espuma por la boca, persigan ratones imaginarios, ronroneen, se orinen y hasta incluso provoca que los machos eyaculen. Sus efectos tienen una duración aproximada de 10 minutos, y en el caso de que el gato comiera en gran cantidad, sólo le provocaría malestar estomacal, aunque esto rara vez sucede.

Sin embargo, alrededor del 30% de los gatos no responden en absoluto. Es posible que estas diferencias se deban a factores medioambientales, así como también a factores genéticos, como por ejemplo, el tipo de raza.

En el mercado la hierba gatera puede conseguirse en diferentes formatos: fresca, deshidratada, en polvo o en bulbos e incluso en el interior de algunos juguetes, para hacerlos más atractivos; y se puede usar, por ejemplo, para acostumbrarlo a utilizar su rascador o a dormir en su cuna esparciéndola sobre estos objetos.





viernes, 12 de diciembre de 2008

El gato que habla

¡¡No es lo que parece!!



lunes, 8 de diciembre de 2008

Abisinios


A pesar de que se desconoce el origen del gato Abisinio, se sabe que la primera mención de esta raza fue en un libro llamado “Cats, Their Points”, escrito por Gordon Staples y publicado en 1874. En él se dijo que la esposa del capitán Barret Lennard, un oficial de la armada inglesa, trajo un ejemplar de esta raza de Abisinia (actual Etiopía) en 1868, al cual llamó “Zula”. Hacia fines del siglo XIX fue reconocida como raza en Inglaterra, y ya a principios del siglo XX fue catalogada, siendo los ingleses los encargados de su cría sistemática y del refinamiento de la raza. En 1903 llegó el primer Abisinio a los Estados Unidos, comenzando así la cría en Norteamérica. Finalmente, en 1929 se fijó la raza en un estándar.

El gato Abisinio tiene el aspecto de un puma pequeño. Es un gato de tamaño medio, estilizado y ágil, y posee un cuerpo musculoso. Las estructura ósea de las hembras es más pequeña que la de los machos, y usualmente son más activas que éstos.

Su cabeza es levemente triangular y fina. Sus orejas son de base ancha, con las puntas redondeadas, en donde tienen un pequeño mechón como el lince. Sus ojos tienen forma de almendra, y pueden ser verdes, amarillos, cobre o avellana, enmarcados siempre por una línea oscura.

Su pelaje es corto, fino, suave y brillante. En la variedad Somalí, sin embargo, el pelaje es semi-largo.

El color de esta raza es muy particular, ya que cada uno de los pelos que componen su manto posee dos o tres tipos de color contrastante (salpicaduras, agutí o ticking), lo que le da un aspecto punteado. Hoy en día se reconocen cuatro colores tradicionales: Ruddy, Sorrel, Blue y Fawn. La variedad Ruddy es la más común en la cual el manto tiene una base marrón anaranjada con salpicaduras negras. El Sorrel también es muy popular, y su manto tiene la base color canela con salpicaduras en marrón chocolate y presenta una banda más oscura a lo largo de su espina dorsal, al igual que el Ruddy. El Blue, tiene una base de color crema con salpicaduras en azul. La variedad Fawn, relativamente rara, posee una base de color crema claro con salpicaduras un poco más oscuras. Los gatitos nacen con un manto oscuro, que se va aclarando a medida que van creciendo, tardando varios meses hasta llegar a su color definitivo.

El Abisinio es un gato muy activo, y siempre estará atento a los ruidos y movimientos que surjan en el ambiente. Le encanta saltar y trepar, por lo cual, aunque pueda adaptarse a la vida en un departamento, siempre deberá tener un espacio donde poder jugar libremente. Odia la soledad, por lo que siempre buscará llamar la atención de sus dueños, tendiendo a estrechar lazos muy fuertes con algunos de los miembros de la familia. Sin embargo, son bastante reservados ante la presencia de extraños. No son muy maulladores, aunque se hacen entender con su suave tono de voz. Los machos, en general, pueden convivir con otros gatos, aunque las hembras pueden tornarse un poco irritables ante esta situación. No obstante, ambos sexos pueden convivir con perros sin problemas.

Se dice que estos gatos, a diferencia de la mayoría, tienen cierta afinidad por el agua y que son excelentes nadadores.


domingo, 30 de noviembre de 2008

Le jeune garçon au chat (1868)


"Joven con gato", de Pierre-Auguste Renoir (1841 - 1919)

martes, 25 de noviembre de 2008

Con las garras en la masa

Los gatos poseen cinco garras en las patas delanteras y cuatro en las traseras, que están conectadas con la última falange y son retráctiles. Esto significa que cuando está en una posición relajada, sus garras se cubren por una capa especial de piel, lo que le sirve para conservarlas filosas, previniendo así su desgaste. Solamente le basta con estirar sus patas o golpear a su presa para tensar los tendones y así extenderlas.

Sus uñas son herramientas perfectas, ya que le ayudan a trepar y defenderse, y le son útiles para prácticamente cualquier cosa que haga, como rascarse, manipular objetos o sujetarse mientras se acicala. Ellas también le sirven para arañar, una actividad gatuna por naturaleza. Los gatos arañan varias veces al día, ya sea para relajarse, marcar su territorio o ejercitar su cuerpo estirándose en su rascador. Gracias a estos ejercicios físicos, los músculos de los hombros y la espalda se tonifican, manteniendo al gato en forma y evitando que pierda su flexibilidad y agilidad de movimientos. Además de esto, rasguñar con las garras retraídas, puede significar una muestra de afecto y también una forma para llamar la atención de los humanos.

Lamentablemente, existe una operación llamada oniquectomía o desungulación, con la cual algunas personas están de acuerdo y que consiste en la amputación de la última falange del dedo del gato, eliminando así el lugar del nacimiento de la uña. Este tipo de cirugías conlleva diferentes problemas para el gato, como por ejemplo:

-El gato usa sus garras para caminar, ya que éstas soportan todo su peso, cuando se amputa el extremo, el gato se ve obligado a cambiar de posición, lo que puede causar tensión en las patas y dolor a largo plazo. En algunos casos pueden producirse malformaciones (como que la uña siga creciendo de forma irregular) e incluso cojera si la falange no fue amputada correctamente.

-Como no pueden realizar ejercicios de estiramiento en su rascador, sus músculos se debilitan poco a poco.

-Un gato desungulado pierde gran parte de su actividad al verse extrañado por la falta de garras, e incluso puede aislarse y tornarse agresivo, tomando una actitud defensiva.

-En casos donde corre peligro, un gato desungulado no podrá trepar a ningún lugar seguro para protegerse, ni tampoco defenderse de un atacante.

Por suerte hay otras alternativas más inteligentes y menos dolorosas para nuestra mascota, como por ejemplo, la utilización de unas pequeñas fundas de plástico que recubren sus garras y que se fijan con pegamento, aunque el problema que tienen es que deben cambiarse periódicamente debido al crecimiento de las uñas. También se pueden cortar cada una o dos semanas, con mucho cuidado para no cortar la venita que hay dentro.

Si no queremos que rasguñe nuestro sillón favorito, podemos utilizar repelentes especiales o también productos que simulan el olor de las feromonas faciales del gato, ayudando así a estabilizar su comportamiento y reducir el marcaje.
Como vemos, hay diferentes opciones a las cuales se pueden recurrir teniendo en cuenta la salud y la calidad de vida del gato. Simplemente hay que tratar sus problemas de conducta desde cachorros, enseñarles cuales son los lugares donde pueden arañar, y destinarles un lugar exclusivo donde puedan jugar libremente.



viernes, 14 de noviembre de 2008

Cómo saber si tu gato planea matarte



Amasa sobre ti:

Podrías pensar que es un signo de afecto, pero en realidad tu gato examina tus órganos internos en busca de puntos débiles.



Desparramo excesivo de su arena:

Después de utilizar su arenero, tu gato innecesariamente esparce la arena en todas direcciones, la cual en mayor parte termina por toda la habitación. Esto le sirve de práctica para enterrar cuerpos.

Te mira fijamente:

Si te encuentras en esta situación, no desvíes la mirada. Esto para tu gato será un signo de debilidad, lo cual aumenta la probabilidad de un ataque.


Te trae animales muertos:

Esto no es un regalo. Es una advertencia.



Vomita pasto:

A través de esta alimentación dolorosa y del proceso de purgar, los gatos preparan su cuerpo y mente para el combate.


Se esconde en lugares oscuros y te observa:

Tu gato a menudo se esconderá para estudiarte en tu hábitat natural.

Duerme sobre tus aparatos electrónicos:

Los seres humanos tenemos tecnología superior. Tu gato lo sabe y tratará de interrumpir todas las comunicaciones con el mundo exterior.


Te apoya las patas en la cara cuando duermes:

Los gatos no son muy buenos asfixiando gente, pero esto no les impedirá intentarlo.


Sale corriendo, a la velocidad de la luz, de cualquier habitación en la que entres:

Cuando tu gato hace esto, en realidad se trataba de una emboscada fallida.


Tu gato, ¿planea matarte?


El original en inglés está aquí. Gracias a Ferran por el hallazgo.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

Maullidos y ronroneos en el mundo: Gerónimo




Comienzo esta sección con algunas imágenes de mi querido Gerónimo, mi gato de Bernal, a quien espero ver pronto.


viernes, 31 de octubre de 2008

El gato negro ( Edgar Allan Poe, 1843)


No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple, sucin
tamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales.

Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre.

Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato.

Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de recordarla.

Plutón -tal era el nombre del gato- se había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir que anduviera tras de mí en la calle.

Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio. Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba -pues, ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?-, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.

Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad.

Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.

El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que alguna vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó el espíritu de la perversidad. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles, uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla -si ello fuera posible- más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más terrible.

La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de: "¡Incendio!" Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que resignarme a la desesperanza.

No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y mi criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no quiero dejar ningún eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una, las paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio de poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo de la acción del fuego, cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase reunido frente a la pared y varias personas parecían examinar parte de la misma con gran atención y detalle. Las palabras "¡extraño!, ¡curioso!" y otras similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que en la blanca superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del pescuezo del animal.

Al descubrir esta aparición -ya que no podía considerarla otra cosa- me sentí dominado por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado de despertarme en esa forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que acababa de ver.

Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el extraño episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante muchos meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué al punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar.

Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame, reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos había estado mirando dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra en lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era un gato negro muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha blanca que le cubría casi todo el pecho.

Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había visto antes ni sabía nada de él.

Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi mujer.

Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo que había anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni por qué- su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima de cualquier violencia; pero gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo con inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera una emanación de la peste.

Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue precisamente la que lo hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y más puros.

El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía mis pasos con una pertinencia que me costaría hacer entender al lector. Dondequiera que me sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo -quiero confesarlo ahora mismo- por un espantoso temor al animal.

Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí, aún en esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas quimeras que sería dado concebir. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la única diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará que esta mancha, aunque grande, me había parecido al principio de forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión. Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra..., ¡la imagen del patíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!

Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De día, aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso -pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme- apoyado eternamente sobre mi corazón.

Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los más perversos pensamientos. La melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera humanidad; y mi pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente víctima de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba.

Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.

Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara de una mercadería común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas.

El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía la saliencia de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso.

No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada. Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: "Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano".

Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al final me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso del crimen sobre mi alma.

Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.

Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.

-Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está muy bien construida... (En mi frenético deseo de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes... ¿ya se marchan ustedes, caballeros?... tienen una gran solidez.

Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón.

¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los demonios exultantes en la condenación.

Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!


sábado, 25 de octubre de 2008

El gato que habla

"Joder... ¡¡que les he dicho mil veces que no soy un maldito caniche!!"

domingo, 19 de octubre de 2008

El misterio de los Cartujos

El Chartreux, o gato cartujo, forma parte de los denominados gatos azules. Al parecer su nombre proviene de unos tejidos de lana que se importaban desde España a Francia y cuya textura densa se asemejaba a la de este felino.

No se sabe con certeza de donde proviene esta raza, aunque hay una teoría que dice que es originario de las regiones montañosas de Oriente Próximo y que fue introducido en Francia gracias al comercio que existía entre este país y oriente en el siglo XVI. Otra teoría dice que fueron introducidos por los cruzados y que fueron acogidos por los monjes cartujos, que los criaron en sus monasterios con el fin de cazar ratones para así preservar sus almacenes y bibliotecas del ataque de esos roedores. Lo que sí es seguro es que es una de las razas más antiguas de las que se tenga conocimiento.

El término chartreux apareció por primera vez en el Diccionario Universal del Comercio, de la Historia Natural y de las Artes y Oficios de Savarry des Bruslons en 1729, aunque unos años después, en 1735, aparecería en el Systema Naturae del biólogo sueco Carl Linné, el término latín Catus Caeruleus (gato azul) considerándolo como una raza distinta.

Entre los siglos XVII y XVIII estuvieron al borde de la desaparición debido a que su hermosa piel era utilizada por los peleteros para la fabricación de abrigos. La Primera Guerra Mundial también lo puso en grave riesgo ya que el número de ejemplares había disminuido notablemente.

En la década de 1920, las hermanas Léger, recogieron a dos de estos gatos, que estaban en estado salvaje, y empezaron su cría selectiva. A partir de ese momento fue un éxito en las exposiciones felinas hasta que en los años '60 algunos criadores decidieron cruzarlos con el Azul Británico, haciendo peligrar su estándar. Finalmente en 1989 se prohibió todo tipo de mestizajes, aunque en la actualidad es muy difícil encontrar un Chartreux puro.

En cuanto a su físico, es un gato que puede llegar a pesar 7,5 kilos y tiene un aspecto musculoso. Su cabeza es redondeada y amplia, aunque no es esférica y su cuello es corto y grueso. Su hocico es muy particular, ya que sus almohadillas son muy pronunciadas, lo que da la apariencia de que está sonriendo. Su pelo es corto, suave y lanoso. Además es totalmente negro con las puntas grises, lo que le da ese efecto azulado. Hasta los 12 meses de edad tienen el pelo atigrado, característica que luego desaparece. Sus ojos también cambian de color, siendo hasta los 6 meses de azul grisáceos y luego tornándose amarillos, cobre o anaranjados.

A pesar de que su afán de investigador hace que siempre esté alerta a cualquier ruido o movimiento, el Cartujo es un gato tranquilo, ideal como compañía de personas mayores o niños. Aunque le guste estar acompañado, es bastante independiente y jamás recibirá a su amo con algarabía. Por este motivo algunos lo tildan de arisco.



martes, 14 de octubre de 2008

Don Gato


Cuando era chica me gustaba mirar dibujos animados. Uno de los que más disfrutaba era “Don Gato y su pandilla”, cuyo nombre original era Top Cat y que se emitió en Estados Unidos entre 1961 y 1962. El personaje principal, Don Gato, es el líder de una pandilla de gatos que viven en los tachos de basura de un callejón de Nueva York: Benito, Panza, Espanto, Cucho y Demóstenes son sus fieles compañeros. El policía del barrio, el oficial Matute, trata de atraparlos, pero éstos siempre se las ingenian para escapar.

Como líder, Don Gato, es muy astuto y siempre organiza planes con el fin de obtener algún beneficio. Matute siempre se enoja porque Don Gato utiliza el teléfono de la policía, que está justo arriba del tacho donde vive, para hacer llamadas personales.

Aunque esta serie fue emitida en el horario principal en los Estados Unidos, sólo constó de 30 episodios que se transmitieron durante una única temporada. En Argentina la vi en mi infancia, hacia fines de los '80, principios de los '90 en la versión doblada al castellano para Latinoamérica, que fue hecha en México. Aquí les dejo la apertura y los créditos finales, con la banda sonora de fondo, que aunque en aquel entonces no la podía cantar porque estaba en inglés, disfrutaba mucho de la música pegadiza:



Y aquí tienen la letra:

Top Cat
The most effec-tu-al Top Cat
Who's intellectual close friends get to call him "T. C."
Providing it's with dignity

Top Cat
The indisputable leader of the gang
He's the boss
He's the VIP
He's a championship
He's the most tip top - Top Cat

Yes he's the chief
He's the king, but above everything
He's the most tip top - Top Cat!





jueves, 9 de octubre de 2008

El gato no soporta la radiación

Este es un vídeo de un cómico argentino llamado Alfredo Casero, a quien yo considero un genio. Aquí va, para que se rían un rato...

sábado, 27 de septiembre de 2008

Visión felina

Uno de los sentidos más desarrollados en el gato es la vista, la cual le es extremadamente útil para cazar. Sólo abre los ojos 7 días después de su nacimiento, no llegando a dominar los estímulos visuales sino hasta aproximadamente 2 meses después, que es el momento en el cual sus ojos adquieren su color definitivo, pudiendo ser amarillos, naranjas, verdes o azules. Poseen visión binocular, lo que significa que una parte del campo visual de un ojo es cubierta por el otro también, dotándolos de visión en tres dimensiones, lo que le permite calcular el tamaño de su presa y la distancia a la que ésta se encuentra. Cuando se concentran en la presa es lo único que ven con total nitidez, lo demás se torna borroso.

Su visión nocturna es muy superior a la de los humanos, aunque su visión durante el día es inferior. Esto es porque tienen 200 millones de células fotosensibles, llamadas bastones (¡nosotros sólo tenemos 120 millones!). Sin embargo el secreto en realidad es una membrana que se encuentra detrás de la retina, el tapetum lucidum, encargada de reflejar la luz no absorbida incrementando entre 30 y 50 veces la luz disponible de los fotorreceptores. Cuando sus ojos aparecen brillantes al sacarles una foto se debe a la interacción del flash de la cámara y esta membrana. Cuando la oscuridad es total los bigotes captan los imperceptibles cambios en el aire, lo que le permite caminar entre objetos que apenas ve.

En la oscuridad o la penumbra, sus pupilas se abren al máximo para recoger la mayor cantidad de luz posible, aunque de día éstas se contraen formando dos hilos verticales.

A pesar de tener una gran visión (una de las mejores de la naturaleza), los gatos no poseen demasiados conos (células fotosensibles encargadas de la visión en colores), no ven de forma nítida, y además sólo pueden captar algunos colores como el azul, el verde y tal vez el rojo, sin distinguir matices; aunque de noche sólo ven en blanco y negro.

Los gatos tienen un tercer párpado, llamado membrana nictitante, que es una lámina delgada que le proporciona protección adicional. Normalmente no es visible si el gato se encuentra sano, pero se cierra parcialmente si está enfermo o tiene sueño.